Los tres (relato)


Fue en el mes de julio; él recorría todo a su alrededor una hora después de que el
ocaso sobrepasara su casilla de vigilancia. Portaba un cinturón con diferentes
artilugios; en ese momento tenía a mano una linterna Tiger Head Brand desgastada
y era acompañado por sus cinco perros de diferentes razas, entre la abundante
vegetación seca, oxidada y olvidada por las precipitaciones de al menos ocho
meses. Los atamisqui sabían conservarse aún con la falta de agua. Sin embargo,
los algarrobos blancos o chañares viejos a simple vista se los notaba algo frágiles
con un color apagado rodeados de una naturaleza engañosa para todo aquel
desconocido de la zona.

El recorrido daba todo bajo control; nada intervenía de su andar. Los acompañantes
jugueteaban de un lado para el otro a unos pasos adelantados. Con pequeños
barquinazos entre las gramillas se perdían en ladridos, cuando él guiaba el camino
con su columna de luminaria titilante.

Estaba al cuidado de una obra en construcción que tenía a varios obreros
trabajando cuanto durase el día y la gran mayoría sabían despedirse exactamente a
las siete de la tarde en horario invernal. Los últimos reportes escuchados por los
allegados, le daban a entender que hace una quincena, se venían perdiendo
materiales de índole tecnológico. Cada tanto veían a pocos metros manchas
quemadas en el suelo.

Alejado a varios metros, saludó al último de ellos alzando su brazo izquierdo cuando
venía saliendo de la maleza, vestido de indumentaria grisácea, con sus borcegos
polvorientos y cubierto con restos de pasto seco se fue adentrando a lo que era su
labor en toda la temporada. Al lado de una estructura metálica que subía al
firmamento, una reservada casilla de albo en su exterior, cobijaba de sus días
helados cuando debía hacer guardia.

Para ser un refugio estrecho de no más de un metro veinte por ancho, se las
ingeniaba para cubrir el arduo turno laboral que iba de la salida del sol hasta a
veces más allá de su puesta. Sus pertenencias ahí dentro eran escasas, de hecho,
se sentaba en una banqueta para mirar por los cuatros diferentes cristales.

A su frente, una larga amarillenta tabla suspendida simulando ser mesa de
superficie, cinco libros de narrativa universal a su derecha en una estantería que
conjugaba en madera. De lado izquierdo un equipo de yerba mate con su respectivo
frasco de yuyos. Mantas dobladas en el centro, debajo a su pie diestro una verdosa
garrafa portátil con toques anaranjados por el óxido, con su correspondiente
hornalla acompañado de un hervidor encima y del otro lado, una caja de diversas
herramientas manuales.

Afuera de esta, una gran casita protectora que guardaban a sus amigos, toda la
cobertura de material machimbre y de una capa de nylon oscuro semitransparente.
Dormían en conjunto, arropados cuando el rocío brindaba sus primeros toques
apenas el sol se ocultaba tras el lote serrano. Ante el mínimo bramido, la tropa se
alarmaba para posicionar el lugar y alarmar a su dueño por si pasaba algo
inesperado.

Esa noche como otra cualquiera, la baja temperatura arañaba de los cristales
empañados abrazados de la garita, obligando al hombre que extienda de las mantas
y se cubra por encima del lomo, en paralelo, buscaba hervir un poco de agua para
tomar unos verdes así de esta manera despertar un poco el espíritu. El tiempo no se
estancaba al hojear un libro de cuentos, de vez en cuando, su mirada meticulosa se
fijaba hacia la gran estructura metálica de fulgor rojizo.

Toda su vida trabajó en zonas rurales y en condiciones pocas favorables, cada tanto
decía que la naturaleza era el momento justo para encontrar lo maravilloso. A pesar
de estar en una zona poca iluminada, pendiente de que nadie se lleve lo ajeno, no
era fácil de intimidar. No creía más que solo la verdad de sus ojos.

Además de cuidar la construcción latente y sus mismos materiales, su zona estaba
representada por una inmensa antena de comunicaciones que emitía cada un par
de segundos un parpadeo rojizo. No era una torre cualquiera, su forma triangular
desde cierto ángulo se la podría denominar del tipo escaleno, la diversidad de
cerros acompañado de la flora había sido un problema para instalarla en los años
ochenta, según lo que había podido escuchar.




 

Estuvo mateando un par de minutos; aún no se había quitado su cinturón de la
indumentaria de seguridad. En soledad, contemplaba el cielo limpio, en total adorno
estrellado a pesar del cruel frío que raspaba por cada rincón de sus dedos. Sus
grandes ojos se perdían en el enigmático Cerro Pajarillo que lo hipnotizaba hasta
quedar cristalizado. Revolvía su bombilla para ir renovando del sabor matero y
cuando dejó de prestarle atención al paisaje, algo hizo que volviera a ver de este.

Su entrecejo se arrugó de la mano de sus ojos apretados para ver mejor a través de
la ventanilla frontal, divisó el acercamiento a paso lento de tres personas que se
dirigían hacia su dirección.

—¿Y estos tipos?...¿Quienes son? —se lo decía por dentro así mismo.
—¿Serán los dañinos que arruinaron el alambrado? —retorcía sus dientes en el
asiento y se levantó.

De la cintura, por inercia que no sabría explicar, descartó del cinturón el revólver
Smith & Wesson calibre 32, su cuchillo Criollo de lucidez cromada y la linterna que
utilizaba con frecuencia hasta alinear todo al lado de su infusión.

Con la mirada fija en el objetivo, abandonó la cabina en una bulla que situó la
tranquilidad abrumadora que adornaba el lugar. Sin sentir ningún tipo de temor, en
templanza, se abalanzó a paso firme hacia el mismo sentido próximo a sus
contrarios. Él iba y ellos venían. El engramado pálido impregnaba su pantalón bajo
hasta dejar manchas húmedas unos centímetros arriba de su calzado. A pocos
metros, se enfrentaron, quedando a menos de un metro cara a cara. Si este estiraba
de su brazo, podía tocarlos.

Eran enormes; no se les contemplaba su rostro, el cuidador suspendía su mirada
para intentar hacer contacto, su cabeza iba ladeandose de un lado al otro en
lentitud. Al no poder verlos con certeza, buscó hacer foco en otra parte de su cuerpo
pero su aspecto no parecía tener forma, más bien, no se distinguían las siluetas.
Estaban foscos, como si de la misma sombra hubiesen emergido. Esos tres, no
parecen inquietarse de su aire misterioso.

En ese encuentro, no pudo sentir nada. Tampoco podía diferenciar lo que iba más
allá; todo era silencio. Mantuvieron posición un minuto, al pasar del mismo, el trío de
ellos fue girando de manera coordinada hasta apuntar por donde vinieron. Se alejan
de una manera poco peculiar, el ripio de ese borde a los montes no emite ningún
tipo de resonancia en sus pisadas.

El vigilante parece incierto. Ojea como los pies de estos sujetos no pisaban la
superficie apedreada; más bien, estaban levitando sin dejar rastro de huella.
Sin dedicar más, se pegó la vuelta, volviendo a su puesto. Antes de entrar al mismo,
giró para verlos a donde iban y ellos habían desaparecido entre la oscuridad. En un
rápido parpadeo, recordó esa dirección donde habían ido. Esto no podría haber
ocurrido, su frente permaneció fruncida.

Ese horizonte estaba cubierto de una serie interminable de arboleda espesa, con
hierbas espinosas para un difícil acceso y que en más de una ocasión hace de límite
cuando del trecho cuidado se tratase. Se quedó unos segundos viendo a la nada, en
un estado de pérdida percató otro detalle, a su izquierda se arrodilló en otra caseta
entre ese pastizal y levantando del nylon opaco, notó a los cinco perros en un sueño
profundo, uno encima del otro hasta apegarse. Ni enterados de la situación hace
instantes.

No hubo ladridos en ese lapso temporal, los animales no se despertaron ni cuando
la puerta se abrió ni el toldo se levantó. Quedaron en su trance; durmiendo como
troncos acumulados en la época por un periodo de dos horas reloj. Se mantuvo otra
vez sin explicación y más tarde, descansó donde correspondía.

Al otro día, cuando ya su turno se encontraba diurno, pudiendo palparse de su
rostro por esos destellos intensos, caminó luego de desayunar hasta colocarse al
frente de aquellos árboles con restos de rocas y espinillos. La distancia era medida
por un sendero de piedras que daban desde su refugio a lo natural. No hay caso,
era imposible pasar por ahí, tanto era la dificultad que un esguince no deseado
podía anticiparse o en otro momento algo mucho peor. Lo más curioso fue encontrar
nuevamente en el pastizal restos incinerados de forma circular que iban hacia el
perímetro agujereado donde estaba el pilar de comunicaciones.


Los tres
Autor: E.E  Ilustración: E.E


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