La noche de Halloween se deslizaba frÃa y húmeda sobre el vecindario desierto, con una lluvia fina que caÃa silenciosa sobre las casas apagadas. Al final de la calle, una casa en ruinas destacaba por su apariencia siniestra. Las ventanas rotas y las manchas en las paredes parecÃan trazar sombras que se contorsionaban con el movimiento de la luna. Allà vivÃa Nicholas, un hombre de rostro consumido y ojos vacÃos, esperando en el umbral. A veces asomaba la cabeza, oteando las sombras, como si buscara algo de una noche que, durante toda su vida, le habÃa negado hasta una pizca de felicidad.
Nicholas recordaba sus propios Halloweens, observando desde aquella misma ventana cómo otros niños reÃan y corrÃan de casa en casa, disfrazados y con dulces en las manos. Para él, sin embargo, solo habÃa habido indiferencia y desprecio. “Halloween es una estupidez”, solÃa decir su padre, cada palabra cargada de desprecio mientras le prohibÃa salir o pedir caramelos. Y cada año, Nicholas se quedaba allÃ, en el rincón oscuro de la casa, solo con sus deseos sofocados y la mirada llena de preguntas sin respuesta.
Con el paso del tiempo, algo oscuro habÃa comenzado a crecer en él, un resentimiento retorcido que se enroscaba en sus pensamientos hasta ser casi una voz interna. La noche se volvió para él un recordatorio constante de lo que siempre le fue negado, de la vida misma que le fue arrebatada. Y entonces, una Halloween, decidió que era momento de devolverle algo al mundo.
Con la canasta repleta de frascos en la mano, se plantó en la entrada de la casa. Pasaron varios minutos antes de que un grupo de tres chicos se detuviera frente a él, mirándolo con una mezcla de curiosidad y desagrado. Nicholas les sonrió, y sus dientes amarillentos destellaron bajo la luz tenue de la calle.
—¿Dulce o truco? —dijo uno de los chicos, sin saber qué le esperaba.
Nicholas extendió la canasta, sus manos temblaban ligeramente mientras los observaba tomar los frascos envueltos en papel. Uno de ellos, el más alto, comenzó a desenvolver el suyo. Cuando el envoltorio se abrió, un olor nauseabundo invadió el aire. Era un olor agrio y putrefacto, un hedor que parecÃa surgir de las mismas entrañas de la tierra. El chico retrocedió, llevándose la mano a la boca mientras luchaba por no vomitar.
—¿Q-Qué es esto? —preguntó el chico, su voz temblando de asco.
Nicholas mantuvo su sonrisa, sus ojos vacÃos reflejaban un placer oscuro.
—Es un regalo especial —dijo en un susurro áspero—. Un recuerdo de todos mis Halloweens pasados.
Los otros chicos, al ver el frasco y el rostro de su amigo contorsionándose en una mueca de horror, comenzaron a retroceder. El olor habÃa contaminado el aire, envolviéndolos en una nube densa y asfixiante. La niebla parecÃa haberse espesado a su alrededor, y las sombras de la calle parecÃan alargarse, como si la casa misma los atrapara en un rincón donde no habÃa escapatoria.
—Por Dios... vámonos de aquà —dijo uno de ellos, la voz quebrada, apenas un susurro.
Pero Nicholas no se movió. Su mirada gélida los atravesaba, como si disfrutara del miedo que emanaba de cada uno de los chicos. El que sostenÃa el frasco lo dejó caer, y el sonido del vidrio rompiéndose contra el suelo resonó como un eco siniestro en la noche vacÃa. Con el rostro pálido y la respiración entrecortada, los tres chicos se giraron y comenzaron a correr, sus pasos rápidos y desesperados se perdieron en la oscuridad.
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