Basado en un sueño lucido del autor
Las ruinas de la ciudad se teñían de un rojo intenso, como si el cielo hubiese sido consumido por un fuego perpetuo. Tobias respiraba con dificultad, escondido entre los escombros de lo que una vez fue un edificio de oficinas. A lo lejos, escuchaba los lamentos y los gritos ahogados de los pocos que aún corrían por sus vidas. La nave seguía ahí, flotando sobre la devastación, un coloso metálico que zumbaba con una siniestra precisión, como un depredador acechando.
Desde su escondite, Tobias observaba el monstruo mecánico. No era grande como las historias de platillos voladores que alguna vez escuchó, pero su tamaño bastaba para infundir terror. Parecía una carcasa negra de bordes afilados, con luces intermitentes carmesí que parpadeaban al compás de su movimiento. No tenía ventanas ni partes visibles que indicaran tripulación. Solo un vacío abismal en su diseño, como si fuese una bestia carente de alma.
La nave se desplazaba lentamente por las calles desiertas, pero había una certeza que Tobias no podía ignorar: sabía dónde estaban todos. Sus movimientos eran precisos, calculados, como si poseyera una inteligencia superior, implacable.
Tobias había visto lo que hacía con los que encontraba. La máquina no disparaba ni arrojaba bombas, no necesitaba. De su base colgaban tiras con cables metálicos, una especie de apéndices que se extendían como un látigo vivo, cazando a los desafortunados. Cuando atrapaban a alguien, lo alzaban y, con un destello rojo, lo reducían a un polvo sangriento. No dejaba rastro de cuerpos ni esperanza de rescate.
Apretó los dientes, mirando a través de un hueco en la pared derrumbada. Un grupo de sobrevivientes intentaba escabullirse por un callejón a unos metros de su posición. Uno de ellos, un niño pequeño, tropezó, cayendo con un sollozo que se escuchó como un eco en el silencio mortal.
La nave se detuvo en seco.
Un sonido agudo, como el chillido de un millón de insectos, llenó el aire. Tobias contuvo el aliento, apretando los puños hasta que las uñas se clavaron en su piel. Uno de los apéndices descendió lentamente, girando como si olfateara el aire.
—Corre… —murmuró para sí, aunque sabía que no serviría de nada.
El niño fue el primero en ser alcanzado. No hubo gritos, solo un destello de luz roja y el instante final de su existencia. Los demás intentaron correr, pero la nave los siguió, implacable, limpiando la calle como si estuviera barriendo migajas de una mesa afuera de un bar.
Tobias cerró los ojos, incapaz de soportar la escena. Por un momento, todo quedó en silencio. Solo el zumbido bajo de la nave persistía, como un monstruoso recordatorio de su presencia.
Cuando volvió a mirar, el callejón estaba vacío. Y la nave, detenida.
Las tiras metálicas se contrajeron, ocultándose bajo la estructura. Entonces ocurrió algo que no esperaba: el coloso giró lentamente, apuntando su parte frontal hacia el edificio donde se escondía.
“¿Me vio?”, pensó Tobias, el pánico creciendo como una ola incontrolable. No había forma de que lo hubiera detectado. Estaba quieto, oculto entre los escombros, sin emitir un solo sonido.
Pero la nave empezó a avanzar.
El joven retrocedió lentamente, sintiendo el concreto suelto bajo sus manos. El zumbido creció, el sonido de la máquina resonando en sus huesos. Se levantó de un salto, corriendo hacia las profundidades del edificio. No había un plan, solo el instinto de huir.
—Por favor, por favor… —murmuró, tropezando con restos de muebles y cristales rotos.
Una explosión detrás de él sacudió el edificio, lanzándolo al suelo. La nave había disparado, desintegrando parte de los escombros que lo protegían. Ahora estaba expuesto.
Tobias corrió hacia una escalera que conducía al subsuelo. Bajó a toda velocidad, escuchando los crujidos y gemidos de la estructura cediendo bajo el ataque. Llegó a lo que parecía un sótano inundado, el agua helada empapando sus piernas. Se agazapó tras un pilar, cubriendo su boca con las manos para sofocar su respiración.
El chirrido se detuvo.
Por un momento, todo quedó en silencio. Tobias no se atrevía a moverse, su corazón latiendo tan fuerte que sentía que la nave podría escucharlo.
Entonces lo escuchó.
Un clic suave, seguido de un golpeteo rítmico, como si se tratasen de pasos.
La nave no podía tener tripulación… ¿o sí? Tobias giró lentamente la cabeza y vio algo que lo heló hasta la médula.
La nave quedó suspendida a escasos metros por encima de él, parecia escanearlo, más bien observarlo.
Avanzaba hacia él. Sus movimientos eran fluidos, organicos, y en lugar de ojos, tenía una única luz roja que brillaba como un faro.
“Es parte de ella…”, pensó Tobias, paralizado.
La nave se detuvo, suspendida en la oscuridad. Tobias sabía que no podía escapar, pero algo en él se rehusaba a rendirse. Agarró un pedazo de concreto afilado y, conteniendo el aliento, esperó.
Cuando la nave se acercó lo suficiente, Tobias saltó, golpeándola con todas sus fuerzas. El impacto apenas la movió, pero logró hacer que ese ojo se agrandará aún más. Aprovechó el momento para correr, adentrándose más en el sótano.
Sin percartarse en esos pasos que un haz de luz, terminó por cubrirlo. Tobias sintió cómo su cuerpo se congelaba. No podía moverse, pero podía sentirlo todo. El calor comenzó en sus extremidades, un ardor que crecía mientras el líquido de sus ojos hervía. Quiso gritar, pero su voz fue devorada antes de salir.
Lo último que vio antes de desaparecer fue la luz roja expandiéndose, envolviéndolo, convirtiéndolo en parte de esa entidad. Entonces lo entendió: la nave no mataba por placer ni por necesidad. Lo hacía porque existía. Era su naturaleza.
En la distancia, la nave se alzó de nuevo, su zumbido llenando el aire. Buscaba, como siempre, su próxima presa.
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